12.4.20

Éhter (I?)

Días más tarde, juraría y perjuraría que no recuerda quién les presentó. Fue una amiga de trabajo cercana en un concierto de un grupo que se disolvería meses más tarde porque el bajista se fue a trabajar al extranjero. El concierto se celebraba en aquel bar mítico de la escena musical madrileña, uno de tantos donde no había estado antes. 
-Mira, ahí está- le dijo su amiga, señalando un punto indeterminado al lado de la barra donde se agolpaba la gente pidiendo cerveza- Vamos, que te la presento. Esta chica es la ostia.- rió ella alegre, mientras se metía entre el público.
Nunca le había gustado ese tipo de frases. La gran mayoría de las veces auguraban una terrible decepción llena de silencios incómodos y preguntas manoseadas. Pero era un tipo educado, o esa era la imagen que le gustaba tener de si mismo, así que se vistió con su mejor sonrisa y siguió la estela de su compañera de curro entre el gentío.
Cuando les alcanzó al lado de la barra, la sonrisa perfecta que constituía su máscara y armadura se le congeló en la cara, dejandole un gesto terriblemente estúpido y divertido. 

Porque veréis, nuestro amigo era un clasificador. Todo lo clasificaba y todo lo calificaba, lo cual no es tan raro per se, todos lo hacemos de vez en cuando. Lo suyo, sin embargo, pasaba de la costumbre a la manía y de la manía a la obsesión. Todo debía llevar su clasificación, su etiqueta con el nombre común y el nombre científico, debía poder entrar en un ranking, independientemente de en base a que criterios lo juzgara: color más chillón a la vista (el rosa), chiste más malo (el del perro Mistetas), olor más agradable (café recién hecho), dolor más punzante (el dolor de muelas), tipo de endulzante más dulce (el azúcar moreno), fruta más refrescante (la sandía)... Y si bien esto no era especialmente extraño aplicado a las cosas, cuando eran las personas las clasificadas resultaba algo inusual: la persona más alta, la más divertida, la más morena, la más cegata, la que puede nadar más rápido, la más presumida, la más crédula... estas clasificaciones adoptaban todos los adjetivos posibles y constituían los indices que le permitían moverse cómodamente por el complejo constructo social de su vida. Lo que estaba organizado, clasificado y etiquetado le aportaba paz y le dejaba hueco para pensar en si mismo.  

Y en aquella noche cualquiera, mientras una banda cualquiera que se disolvería meses más tarde preparaba sus instrumentos, en un bar mítico de la escena musical madrileña, en aquella misma noche esa adicción a la clasificación, esa compulsión etiquetadora, provocó que, por primera vez en su vida, se le congelara la sonrisa en el rostro y se le quedara esa cara de imbécil tan terrible y tan divertida. 

Porque la chica que estaba al lado de su compañera no tenía adjetivos. Era ella. Ella y punto. Ella sin adjetivos, sin calificativos, llenando todo ese pronombre, ella y punto final o punto seguido o ella y todos los símbolos de exclamación escritos en la historia de la escritura. Era ella, en esencia pura. Solo ella. Sin etiquetas, ni epítetos, ni atributos medibles, ni aposiciones posibles, nada cuantificable, nada cualificable. 
Y no es que nuestro amigo no intentara aplicarle su metodología. Lo intentó con todo su esfuerzo, con todas sus ganas, con toda la experiencia de una vida poniendolo en práctica. Pero fracasó miserablemente. Su cerebro, desesperado como un oficinista en un incendio, le lanzaba todos los adjetivos que tenía al alcance y cada uno de ellos se estrellaba contra ella y resbalaba burlón sin que pudiera adherirse a esa chica. 

Y en ese esfuerzo mental ímprobo, en esas volteretas intelectuales, no se dio cuenta de que le estaban hablando.
-¡Eh!- le devolvió su compañera de un golpe en el hombro a la realidad- ¡que te has quedado "empanado"!-
-Eh, ah - balbuceó él, consciente de si mismo y del gesto de imbécil tan terrible y divertido que había adoptado - Perdona, perdona, ¿qué decías?- dijo, intentando recomponerse.
- Que te presento a mi amiga Éther.
Y su nombre fue veneno y bálsamo, caricia y arañazo. 



B.
Pd: Me he levantado con este texto en la cabeza, no sé muy bien si lo he soñado, lo he recordado o solo he querido vivirlo. Aún queda bastante pero lo parto en dos para no abusar de la idea ni de la paciencia del lector.

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