21.4.20

Bienvenida

Como decía aquella película que ya será muy antigua cuando tengas la edad para verla: “Me has conocido en un momento extraño de mi vida”. Y es que es, sin duda, un momento extraño y especial. Has venido a un mundo nuevo en el momento en el que todo es nuevo para el mundo.
 Te has asomado en un momento caótico, en un tiempo de cacofonía digital y claustrofobia forzada. Has venido gritando a pleno pulmón cuando todos están aguantando la respiración u ocultándola detrás de una mascarilla y a reclamar que te dejen sitio cuando las calles están desiertas y contamos los metros de distancia entre nosotros.
Has llegado en un momento de miedo, rabia y pena, de preocupaciones, de jornadas interminables, de suspiros y lagrimas tras las ventanas que nos separan y protegen. Pero has aparecido también en un momento de solidaridad, empatía y comunidad, de ánimos inagotables, de aplausos y agradecimiento desbordando los balcones.  
Y en este mundo, que tosía y luchaba por volver a ser verde, en  este mundo en el que ahora los animales de cuento pasean entre semáforos y farolas, has venido para quedarte y recordarnos con tu piel rosada y tus ojos aún medio cerrados que, aunque estemos parados, la vida corre y sigue adelante y es el mayor motivo de celebración.
No me queda más que decirte: Bienvenida y perdona que esté todo un poco manga por hombro, normalmente lo tenemos más ordenado. 

B. 
PD: He sido tío por segunda vez y ha sido muy difícil resistirme a escribir algo al respecto. 

12.4.20

Éhter (I?)

Días más tarde, juraría y perjuraría que no recuerda quién les presentó. Fue una amiga de trabajo cercana en un concierto de un grupo que se disolvería meses más tarde porque el bajista se fue a trabajar al extranjero. El concierto se celebraba en aquel bar mítico de la escena musical madrileña, uno de tantos donde no había estado antes. 
-Mira, ahí está- le dijo su amiga, señalando un punto indeterminado al lado de la barra donde se agolpaba la gente pidiendo cerveza- Vamos, que te la presento. Esta chica es la ostia.- rió ella alegre, mientras se metía entre el público.
Nunca le había gustado ese tipo de frases. La gran mayoría de las veces auguraban una terrible decepción llena de silencios incómodos y preguntas manoseadas. Pero era un tipo educado, o esa era la imagen que le gustaba tener de si mismo, así que se vistió con su mejor sonrisa y siguió la estela de su compañera de curro entre el gentío.
Cuando les alcanzó al lado de la barra, la sonrisa perfecta que constituía su máscara y armadura se le congeló en la cara, dejandole un gesto terriblemente estúpido y divertido. 

Porque veréis, nuestro amigo era un clasificador. Todo lo clasificaba y todo lo calificaba, lo cual no es tan raro per se, todos lo hacemos de vez en cuando. Lo suyo, sin embargo, pasaba de la costumbre a la manía y de la manía a la obsesión. Todo debía llevar su clasificación, su etiqueta con el nombre común y el nombre científico, debía poder entrar en un ranking, independientemente de en base a que criterios lo juzgara: color más chillón a la vista (el rosa), chiste más malo (el del perro Mistetas), olor más agradable (café recién hecho), dolor más punzante (el dolor de muelas), tipo de endulzante más dulce (el azúcar moreno), fruta más refrescante (la sandía)... Y si bien esto no era especialmente extraño aplicado a las cosas, cuando eran las personas las clasificadas resultaba algo inusual: la persona más alta, la más divertida, la más morena, la más cegata, la que puede nadar más rápido, la más presumida, la más crédula... estas clasificaciones adoptaban todos los adjetivos posibles y constituían los indices que le permitían moverse cómodamente por el complejo constructo social de su vida. Lo que estaba organizado, clasificado y etiquetado le aportaba paz y le dejaba hueco para pensar en si mismo.  

Y en aquella noche cualquiera, mientras una banda cualquiera que se disolvería meses más tarde preparaba sus instrumentos, en un bar mítico de la escena musical madrileña, en aquella misma noche esa adicción a la clasificación, esa compulsión etiquetadora, provocó que, por primera vez en su vida, se le congelara la sonrisa en el rostro y se le quedara esa cara de imbécil tan terrible y tan divertida. 

Porque la chica que estaba al lado de su compañera no tenía adjetivos. Era ella. Ella y punto. Ella sin adjetivos, sin calificativos, llenando todo ese pronombre, ella y punto final o punto seguido o ella y todos los símbolos de exclamación escritos en la historia de la escritura. Era ella, en esencia pura. Solo ella. Sin etiquetas, ni epítetos, ni atributos medibles, ni aposiciones posibles, nada cuantificable, nada cualificable. 
Y no es que nuestro amigo no intentara aplicarle su metodología. Lo intentó con todo su esfuerzo, con todas sus ganas, con toda la experiencia de una vida poniendolo en práctica. Pero fracasó miserablemente. Su cerebro, desesperado como un oficinista en un incendio, le lanzaba todos los adjetivos que tenía al alcance y cada uno de ellos se estrellaba contra ella y resbalaba burlón sin que pudiera adherirse a esa chica. 

Y en ese esfuerzo mental ímprobo, en esas volteretas intelectuales, no se dio cuenta de que le estaban hablando.
-¡Eh!- le devolvió su compañera de un golpe en el hombro a la realidad- ¡que te has quedado "empanado"!-
-Eh, ah - balbuceó él, consciente de si mismo y del gesto de imbécil tan terrible y divertido que había adoptado - Perdona, perdona, ¿qué decías?- dijo, intentando recomponerse.
- Que te presento a mi amiga Éther.
Y su nombre fue veneno y bálsamo, caricia y arañazo. 



B.
Pd: Me he levantado con este texto en la cabeza, no sé muy bien si lo he soñado, lo he recordado o solo he querido vivirlo. Aún queda bastante pero lo parto en dos para no abusar de la idea ni de la paciencia del lector.

10.4.20

Una y otra vez.

El cielo gris plomo techando la pesadez del día.
La lluvia incesante de fondo, como el ruido blanco de un televisor desintonizado.
El dolor sordo en los lumbares, la combinación de una antigua lesión y una mala postura perenne en la silla del ordenador.
La viscosidad de los pensamientos, pegados los unos a los otros, como un rebaño de ovejas siendo atacadas por un lobo.
La claustrofobia de las mismas cuatro paredes constantes, eternas, agobiantes.
Un ataúd de gotelé color amarillo pálido.
Un regusto amargo en la boca, producto del café y los cigarros encadenados. 
Las legañas embarrando la mirada y una pátina brillante en el iris que refleja el brillo de la pantalla. 
La duda martilleante de si una copa antes del mediodía es buena idea. La duda de si solo una copa es buena idea.
La posibilidad de una ducha. La convicción de que despejará la cabeza y levantará el ánimo. La pereza de desnudarse. Desistimiento.
La misma formula repetida una y otra vez hasta la saciedad. Frase punto frase punto frase punto. Sin contenido, sin acción ni verbo, sin interés. El reflejo de la falta de imaginación. El ejemplo perfecto de una sociedad más preocupada por la estética que por el contenido. La falsa creencia de poder hacerlo mejor. La realización de la propia mediocridad.
El encierro en la cerrazón de la tristeza.

La ira de la mano de la tristeza. La ira que ataca todo lo que hay fuera de uno mismo. La ira que grita, que arrasa, que destruye con fuerza terrible la autocompasión.
La idea persistente, la necesidad apremiante de salir de este estado de ánimo
El tac-tac cada vez más fuerte, más rápido de las teclas. 
La convicción de ser mejor que esto. 
La consciencia de estar oxidado. 
La falsa promesa de la constancia. 
La voluntad de volver a hacerlo.
La pereza que se disipa.
Una sonrisa salvaje. 
Un intento más.

B.

Todo cambia

Todo cambia. 
Es la ley de la naturaleza más bella que existe.
En primer lugar, porque supone una excepción a si misma: lo único que no cambia, lo único de lo que podemos estar seguros, lo único inamovible e inapelable es el cambio. Y es una contradicción terrible y hermosa.
En segundo lugar, porque esta es una ley natural completamente independiente de la voluntad humana. Todo esfuerzo para prevenir el cambio es fútil, con independencia de la férrea determinación y de la fiereza con la que nos opongamos a ella. Antes o después, todo cambia y no podemos evitarlo.
En tercer lugar, porque es el complemento ideal a la mortalidad humana. El presente que vivimos cambiará, si no lo ha hecho ya, y solo podremos apreciar este presente cuando haya desaparecido bajo la marea del cambio. Es el sustento de la trilladisima expresión "Carpe diem": si no aprovechas el momento, este desaparecerá y no podrás hacer nada por evitarlo.


Todo cambia. 
Escribía con la intensidad de la prepotencia adolescente, con la vehemencia de unos sentimientos mal gestionados, con ardiente pasión de lo que, en aquel entonces, consideraba mis verdades. Carezco ya de esas convicciones, un cinismo obligado por la experiencia ha destruido esas pasiones y me ha aportado plena consciencia de la volubilidad de mis sentimientos. 
Escribía para las personas que más me importaban, como un manzano que protege y mima las manzanas que cuelgan de sus ramas esta primavera. Esas manzanas maduraron, cayeron de sus ramas y se pudrieron en el suelo y el manzano siguió dando frutos. De la misma forma, esas personas apenas aparecen ya en mis pensamientos.
Escribía mucho y libremente, con independencia de quién me leyera -qué cojones, cuanta más gente me leyera mejor, iba a ser el nuevo García Márquez- y ahora apenas lo hago y siempre bajo la terrible vigilancia de la autoconsciencia, evitando contradecirme, no vaya a ser que alguien encuentre esto.


Todo cambia. 
Este diario, esta etapa de escritorzuelo estaba cerrada y enterrada. No podía, no sabía, no quería seguir adelante con ella. Demasiado esfuerzo, demasiado compromiso, demasiada vulnerabilidad. No tenía sentido seguir intentando resucitar unos huesos blanqueados por el paso del tiempo, quebrados por los pisotones de la vida.
Pero todo cambia.

B.