15.5.20

Ether (II)

Y aquella noche, como todas las que pasaría en su compañía, fluyo como un río bravo, húmeda, rápida, llegando a su desembocadura sin presa posible que la ralentizará el paso de las horas. Consciente de ello, intentó agarrarse a cada uno de los minutos que pasaron juntos, tallar en piedra cada segundo en su memoria y, al mismo tiempo, de disfrutar todos los momentos a su lado.No tuvo éxito, sin embargo, sí conservó el claro recuerdo de todas las cosas que nunca lograría recordar.
Nunca supo las cervezas que tomó esa noche (nuestro amigo no tenía la costumbre de contarlas pero podía llevar una cuenta aproximada basándose en el dinero que le quedaba en la cartera) pero jamás sintió la boca más seca que cuando tenía que dirigirse a ella. Ni el agua más clara de manantial podría lavar la sensación de su lengua pastosa ni aclarar la voz disonante y amarga que sintió surgir de su garganta en cada palabra que cruzaron y la cerveza, normalmente aliada, no le prestó su ayuda esta noche.
Los incontables cigarrillos que lió aquella noche se le antojaron una odisea pues las manos le temblaban con un sudor frío provocado por la consciencia de sus propios gestos. Esos cigarros, normalmente prensados en cilindros cuasi perfectos y que constituían un orgullo secreto y vergonzoso, se asemejaban a frágiles estalactitas con el papel mal doblado y peor pegado sobre un tabaco que se rebelaba amontonándose en hebras indivisibles.
Puede que la banda que tocaba en aquel garito mítico fuera la nueva promesa de la música madrileña pero él nunca lo sabría porque solo prestó oídos a lo que Ether decía. Nunca supo definir que tenía el tono de su voz que convertía sus palabras en versos que mil poetas hubieran querido plasmar en sus obras. Quizás no fuera el tono y era la cadencia que imprimía a sus frases lo que hacía que, meses más tarde, siguieran bailando en su cráneo. Quizás fueran las pausas, aqui y allá, amapolas en el campo de su discurso, cargadas de significado, lo que embellecía cada una de sus frases.
De igual forma era completamente incapaz de describir el color de sus ojos. Cada vez que intentó fijarse (su racionalidad seguía intentando clasificarla aunque fuera a través de la superficialidad de algún rasgo físico) su mirada lo atrapaba lanzandólo como un muñeco desmadejado a las profundidades abisales. Esa mirada que, en una fracción de segundo, le provocaba la misma euforia que alcanzar la cima de una montaña y la infinitesimilidad de quien se halla ante las ruinas de un imperio.

Y antes de que pudiera darse cuenta de ello, el cielo clareaba sobre las murallas de fuego de Madrid. Él caminaba con el paso pesado de los noctámbulos, trazando zetas irregulares sobre los adoquines que empezaban a desperezarse. Ella se deslizaba sobre el polvo mojado de una ciudad sonambula, casi bailando sobre el aire, tal era la ligereza de sus pasos.
La despedida se aproximaba, tan inexorable como amarga, como la muerte de una noche infinita, como el broche final que se clava en el pecho del que se engalana con él. Sin embargo, él no era capaz de sentirse triste, lo que le asombraba.
Años más tarde, caería en la cuenta que si todas las horas del día fueran atardeceres, no seriamos capaces de apreciar la belleza de los mismos. De igual manera, aquella noche, como todas las cosas que merecen la pena, tuvo que acabar para poder ser apreciada con la intensidad que surge de la fugacidad.

B.

PD: Creo que todavía le queda otra vuelta a este texto. Veremos.

4.5.20

Tierra

En el pulso calido e íntimo de la tierra oscura, era invencible e intocable. En ese oscuro manto húmedo de humus se embriagaba del aroma asfixiante del petricor. A su alrededor, las lombrices pasaban sin mirarle fijamente demostrando la correcta educación de los grandes desconocidos.
En ese reino subterráneo era rey y señor de su propia existencia. Alli, en la humedad del subsuelo fin había hallado paz, paz absoluta, de esencia y espíritu, esa quimera inalcanzable para los que habitan por encima.
Un silencio sordo, un abrazo perenne, la ausencia de necesidad, agotada por fin la angustia vital, el sinsentido de la eterna búsqueda de sentido, ni competencia ni competición. Así poco a poco olvidar y ser olvidado, abrazando el abrigo de la tierra y fundiendose en la nada y el todo.

Enterrado,
B.